“Me tocó reconocer muchas cosas que no le había puesto nombre”, Fernanda Callejas, defensora nicaragüense, exiliada en España.
En 2018, María Fernanda Callejas, joven nicaragüense llegó a España, al igual que muchas integrantes del tejido social de ese país centroamericano, que salieron en busca de protección frente a un gobierno autoritario que persigue, asesina y encarcela a cualquier voz disidente dentro del país que se atreva a defender los derechos de la ciudadanía. Su participación en las protestas pacíficas de abril de 2018 en Nicaragua, que desataron una sangrienta represión a manos de policías y grupos paramilitares con un saldo de 355 jóvenes estudiantes asesinados, la obligó a salir del país. En su natal Matagalpa, donde abrazó el feminismo a muy temprana edad, se organizó para participar en las movilizaciones ciudadanas. Su papel como punto de acopio y movilización de ayudas a familias de personas presas políticas y estudiantes la colocó en la mira de fuerzas paramilitares de su barrio, por lo que migró primero de su casa y luego del país. Salió en busca de paz, seguridad y tranquilidad y en Diciembre de ese mismo año (2018) llegó a España. Poca paz encontró frente al racismo institucionalizado que condena a la pobreza y exclusión social a las personas migrantes que se atreven a llegar a este territorio. Callejas integra el grupo promotor de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) Regularización YA que aspira a lograr la regularización de medio millón de personas migrantes que residen en España. Es parte de la Red de Mujeres Migradas y Racializadas de Euskal Herria, así como periódicamente colabora con otras organizaciones autogestionadas del Movimiento Antirracista de País Vasco y Feministas por Nicaragua. Desde la campaña: ¡Las defensoras resistimos! del proyecto: Fortalecimiento de la protección y seguridad de personas defensoras de derechos humanos de Centroamérica ejecutado por Malvaluna y financiado por la Agencia Extremeña de Cooperación Internacional al Desarrollo (Aexcid), nos cuenta sobre su exilio y las nuevas luchas que lidera en España. Decís que no te definís como defensora, ¿se puede decir que sos reaccionaria a las desigualdades en la sociedad? Soy una persona que es muy consciente de lo que significa la palabra igualdad, no sé cuántos años utilice la palabra solidaridad como contraseña para todo, por eso me nace del colectivo. No es por ejemplo, ir a repartir comida; ir una vez al año a las cárceles, que también lo hice. Pero para mí no era eso. Creo más en la comunidad, en una ciudadanía responsable. Creo que mi encule (pasión) siempre ha sido con las mujeres nicas, y por exigir que la vida sea digna para todas. Eso de feminista lo veo como muy académico, blanco Europeo. ¿Qué significa para una mujer nicaragüense ser defensora en su territorio? Viendo al pasado, yo creo que las mujeres nicaragüenses que han pasado por mí vida de una u otra manera en su mayoría han sido defensoras. Las mujeres de comunidades recónditas al norte de Matagalpa sabían más de defensa de su cuerpo, de su territorio y de su vida, que muchas de las que llegábamos a dar los talleres de la Ley contra la Violencia (Ley 779). Yo creo que esas mujeres, pueden tener mucho más de lo que la agenda feminista creía que teníamos que hacer. Desde el momento que una mujer está en un territorio tan hostil, te convertís en guerrera sí o sí. Incluso estando aquí los derechos son muy importantes que muchas veces no se toma en cuenta desde las agendas de Centroamérica, los derechos de las mujeres y de los nicaragüenses no solo se defienden en Nicaragua. ¿Qué representó en tú vida esa línea defensora y feminista? En Nicaragua, más en mí pueblo, era como muy difícil, porque había como un modelo de ser niña. Era eso de que si te daban permiso de asistir a una fiesta, tener amigos, saber de sexualidad, de conocer tu cuerpo, eras como una fruta mala, podrida, que no servías. Era como que a vos nadie te va a tomar en serio. Mucho prejuicio, que al final para mí era una batalla constante. Por otro lado, querer encajar para que todo fuese más fácil, pero al final, siempre me ganaba el no seguir lo que me decían que tenía que hacer, porque eso que me decían que tenía que hacer, eso me lastimaba mucho, no me reconocía como una figura que valía, sino como una mujer de segunda clase. Luego me he dado cuenta que es racismo puro y duro. Pero en ese momento yo no le ponía nombre. ¿Qué ha sido lo más difícil de tu proceso migratorio? Extraño todos los días a Nicaragua. Aunque ahora veo mí raíz y la veo más larga, está pegada allá y llega hasta aquí. Lo más duro ha sido, ver morir a una versión mía, que me costó construir, porque a como te decía que no fue fácil crecer en el feminismo. Tenía que renunciar a mí familia, a aislarme, a estar sola, entre los parámetros que mí familia quería que yo fuese. Incluso no podía estar con los hijos de mí prima porque como no tengo hermanos, pues son como mis sobrinos. Me miraban como una mala influencia. Yo había pasado todo eso, porque había demostrado mi valor. Ya tenía trabajo, era independiente, vivía sola, estaba pagando mí propia casa. Esa realización de éxito que te vende el capitalismo, estaba un poco avanzado y luego venir a comenzar de cero e incluso no ser reconocida como ciudadana. Eso fue muy duro el darme cuenta que por ejemplo el feminismo de aquí o el feminismo blanco que yo encontré era bastante instrumentalizador, súper capacitista, me infantilizaba un montón porque lo que hice fue buscar espacios feministas, porque dije por lo menos por un lado vamos a empezar. ¿Qué encontraste en esos espacios feministas? Me fui a un colectivo que se supone que era una referencia de mujeres migradas y racializadas, pero la mayoría eran mujeres blancas, eran así como buenistas. Me convertí en un blanco fijo para los másteres de la UPV de género, me hacían un montón de entrevistas, yo iba toda super ilusionada creyendo que iba a encontrar una red, pero